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lunes, 18 de julio de 2011

APERTURAS

Para comenzar, un fragmento de
EL PLACER DEL TEXTO
 Roland Barthes

La única pasión de mi vida ha sido el miedo
Hobbes


El placer del texto: tal es el simulador de Bacon, quien puede decir: nunca excusarse, nunca explicarse. Nunca niega nada: "Desviaré mi mirada, esta será en adelante mi única negación"


Ficción de un individuo (algún M. Teste al revés) que aboliría en sí mismo las barreras, las clases, las exclusiones, no por sincretismo sino por simple desembarazo de ese viejo espectro: la contradicción lógica; que mezclaría todos los lenguajes aunque fuesen considerados incompatibles; que soportaría mudo todas las acusaciones de ilogicismo, de infidelidad; que permanecería impasible delante de la ironía socrática (obligar al otro al supremo oprobio: contradecirse) y el terror legal (¡cuántas pruebas penales fundadas en una psicología de la unidad!). Este hombre sería la abyección de nuestra sociedad: los tribunales, la escuela, el manicomio, la conversación harían de él un extranjero: ¿quién sería capaz de soportar la contradicción sin vergüenza? Sin embargo este contra-héroe existe: es el lector del texto en el momento en que torna su placer. En ese momento el viejo mito bíblico cambia de sentido, la confusión de lenguas deja de ser un castigo, el sujeto accede al goce por la cohabitación de los lenguajes que trabajare conjuntamente el texto de placer en una Babel feliz.

(Placer/goce: en realidad, tropiezo, me confundo; terminológicamente esto vacila todavía. De todas maneras habrá siempre un margen de indecisión, la distinción no podrá ser fuente de seguras clasificaciones, el paradigma se deslizará, el sentido será precario, revocable, reversible, el discurso será incompleto.)


Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es porque han sido escritas en el placer (este placer no está en contradicción con las quejas del escritor). Pero, ¿y lo contrario? ¿Escribir en el placer, me asegura a mí, escritor, la existencia del placer de mi lector? De ninguna manera. Es preciso que yo busque a ese lector (que lo `'rastree") sin saber dónde está. Se crea entonces un espacio de gocé, No es la "persona" del otro lo que necesito, es el espacio: la posibilidad de una dialéctica del deseo, de una imprevisión del goce: que las cartas no estén echadas sino que haya juego todavía.

Me presentan un texto, ese texto me aburre, se diría que murmura. El murmullo del texto es nada más que esa espuma del lenguaje que sé forma bajo el efecto de tara simple necesidad de escritura. Aquí no se está en la perversión sino en la demanda. Escribiendo su texto-,--el escriba toma un lenguaje de bebé glotón: imperativo, automático, sin afecto, una mínima confusión de clics (esos fonemas lácteos que el maravilloso jesuita van Ginneken  ubicaba entre la escritura y el lenguaje son los movimientos de una succión sin objeto, de una indiferenciada oralidad separada de aquella que produce los placeres de la gastrosofía y del lenguaje. Usted se dirige a mí para que yo lo lea, pero yo no soy para usted otra cosa que esa misma apelación; frente a sus ojos no soy el sustituto de nada, no tengo ninguna figura (apenas la de la Madre) ; no soy para usted ni un cuerpo, ni siquiera un objeto (cosa que me importaría muy poco en tanto no hay en mí un alma que reclama su reconocimiento), sino solamente un campo, un fondo de expansión. Finalmente se podría decir que ese texto usted lo ha escrito fuera de todo goce y en conclusión ese texto-murmullo es un texto frígido, como lo es toda demanda antes que se forme en ella el deseo, la neurosis.

La neurosis es un mal menor: no en relación a la "salud" sino en relación a ese "imposible" del que hablaba Bataille ("La neurosis es la miedosa aprehensión de un fondo imposible", etc.) ; pero ese mal menor es el único que permite escribir (y leer). Se acaba por lo tanto en esta paradoja: los textos como los de Bataille -o de otros- que han sido escritos contra la neurosis, desde el seno mismo de, la locura, tienen en ellos, si quieren ser leídos, ese poco de neurosis necesario para seducir a sus lectores: estos textos terribles son después de todo textos coquetos.

Todo escritor, dirá entonces: loco no puedo, sano no querría, sólo soy siendo neurótico. El texto que usted escribe debe probarme que me desea. Esa prueba existe: es la escritura. La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma).

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